Los años 70 dejaban tras de sí una década marcada aún por la «guerra fría», que se convertía en una «guerra caliente» entre norteamericanos y soviéticos en terceros países, ring de sus combates: Vietnam, Camboya, Laos, Tibet, Uganda, Afganistán, Argentina, Chile, Uruguay, El Salvador… Eso antes de entrar en los 80: el neoliberalismo, la oscuridad social en Occidente (el SIDA, las drogas, la destrucción del estado social en USA y UK…) y la amenaza del conflicto global de la «guerra de las galaxias» propuesta por Reagan. Mientras, el comunismo se desintegraba, poco a poco… Además, los 70 le dejaban a los 80 como herencia un elevado pesimismo social y ambiental fruto de la recuperación del peor maltusianismo catastrofista. La publicación por el Club de Roma en 1973 de «The Limits to Growth» y en 1968 de «The Population Bomb» -el best seller de Paul R. Ehrlich– revisitaban el mito de la finalización de los recursos del planeta por parte de una población creciente. Sólo faltaban las ropas llenas de lentejuelas, los hombros exagerados y el cuero barato, además de aquellos pelazos llenos de productos químicos para darles volumen, volumen y volumen, para que todo fuese deprimente al máximo.
En 1980, y bajo ese clima negativo sobre el agotamiento de los recursos y su control, el economista liberal Julian L. Simon y al ecólogo maltusiano Paul Ehrlich cruzaron una curiosa apuesta. Ambos tenían dos visiones claramente contrapuestas. Julian L. Simon era lo que se llama un tecnooptimista cornucopiano. Este profesor de economía de la Universidad de Maryland describía en 1981, en «The Ultimate Resource«, un mundo donde la riqueza, la población y la tecnología permitían un progresivo crecimiento. De hecho, Simon ya la había liado en «Science» en esas fechas al publicar un artículo de inequívoco título «Resources, Population, Environment: An Oversupply of False Bad News«; además de una avalancha de protestas (entre ellas la de Ehrlich), se había quedado a gusto con frases del estilo «por increíble que pueda parecer […] los recursos no son finitos«. Es decir lo opuesto a lo que pensaría cualquier neomaltusiano -como Ehrlich-. Porque éste, un prestigioso entomólogo experto en mariposas de la Universidad de Stanford, entendía que el futuro inmediato sólo podría ser la catástrofe. Según sus cálculos el crecimiento de la población (la «bomba demográfica» de su libro) provocaría entre 1970 y el 1985 la muerte de millones de personas por hambre, y pedía acciones decididas y urgentes para controlar la natalidad.
Así que ambos acordaron una apuesta donde Ehrlich eligiría 5 entre cualquiera de las commodities -cereales, metales, combustibles- de las que, 10 años después verían qué habría pasado con su precio. Sobre un máximo de 1.000 dólares, verificarían la variación del precio y uno pagaría al otro según el alza o la baja. Ehrlich, asesorado por su amigo y colega John P. Holdren (profesor de Harvard y hoy asesor del Presidente Obama en ciencia y tecnología) con el que escribieron el famoso paper sobre la ecuación IPAT, eligió el cobre, cromo, níquel, estaño y tungsteno. Ehrlich estaba convencido de que estas cinco subirían de precio. Simon de lo contrario. Ambos decidieron acatar los resultados y que en 1990 ajustarían sus cuentas (y nunca mejor dicho) por un máximo de 200 dólares por metal, apuesta que se pagaría en efectivo. Firmaron un contrato y no se dejaron de repartir leña por escrito el uno al otro en esos 10 años.
Se acercaba 1990 y la población había crecido en más de 1.800 millones de personas en el mundo desde que Ehrlich publicó su apocalíptico libro en 1968. Igualmente, en esos diez años, las reservas de metales existentes en la Tierra no habían aumentado. Con eso de más demanda e idéntica oferta, Ehrlich se frotaba las manos. Pero llegó octubre de 1990 y, para espanto de uno y carcajadas del otro, TODAS las commodities seleccionadas habían bajado su precio. El descubrimiento de nuevos yacimientos, la finalización del monopolio del níquel canadiense, las mejoras en el proceso productivo, las mejoras en la extracción del cromo, la existencia de sustitutivos de metales más caros como cerámicas, plásticos u otros metales más baratos… entre todas ellas habían ajustado el precio de las cinco selecccionadas descontando la inflación, más o menos como Simon había previsto. Así que Ehrlich le envió a Simon por correo un papel con sus cálculos de variación de precios y adjuntó un talón por valor de 576 dólares y 7 centavos, firmado por su esposa Anne (co-autora del «The Population Bomb«). Aunque la historia se hizo famosa en todas partes (aquí el artículo del NYT de 1990), nunca se vieron las caras.
Simon le respondió con una nota dándole las gracias y, canchero, le propuso elevar la apuesta a 20.000 dólares, sobre cualquier otra commodity y para cualquier año futuro. Ehrlich no aceptó la nueva apuesta. «The bet doesn’t mean anything» dijo; «I still think the price of those metals will go up eventually, but that’s a minor point. The resource that worries me the most is the declining capacity of our planet to buffer itself against human impacts«. Para Ehrlich no había ninguna enseñanza para el futuro. Para Simon: «Paul Ehrlich has never been able to learn from past experience«. Toma castaña. Y más canchero aún añadió que cualquier desastre sería una oportunidad. Por ejemplo, en el cambio climático, Simon entendría que la humanidad hallaría la forma de evitar el cambio de clima o de adaptarse a él, con lo cual todos -al final- saldrían ganando: «That sounds like an even better way to make money. I’ll give him heavy odds on that one«. Simon murió en 1998 y Ehrlich no aceptó nunca esa nueva apuesta… lamentablemente para él, pues el precio de las commodities elegidas no dejó de subir desde 1994 hasta hoy. Efectivamente, si Ehrlich hubiese aceptado la apuesta y esperado a 1995, habría ganado desde entonces. Simon no tenía razón, pero sí era un tipo afortunado en el juego ¿no?.
No hay ninguna ley de la naturaleza por la que los precios de los productos básicos (ajustados a la inflación o a lo que sea) bajen inexorablemente. Es cierto que los precios altos durante un tiempo suelen acabar bajando, pues generan sustitutivos. Pero lo mismo podría significarse al revés: los precios bajos generan altos pues la demanda los hace aumentar. Tampoco es así siempre. En realidad, lo que se discutía con esa apuesta infantil era algo más. Era dilucidar dos visiones contrapuestas sobre los límites reales del planeta y el destino de la humanidad. Porque ni los metales ni el petróleo se acabarán; la era del petróleo, o de los metales, acabará, pero no por quedarnos sin ellos. Se trata de saber cómo será esa transición. En estos años veremos los límites económicos de nuestro sistema que, a costes marginales crecientes, se probará contra las enormes volatilidades que vendrán. Como nos recordaba Jeremy Grantham en su comentadísimo “Time to wake up: days of abundant resources and falling prices are over forever“ de julio de 2011. La sobrepoblación y el entorno globalizado han generado una enorme demanda de recursos energéticos y materias primas en general que de momento se soportan por las mejoras tecnológicas asociadas a la producción de alimentos. Se habría producido un cambio de paradigma donde la tendencia de precios a la baja en las materias primas -de todo tipo- habría finalizado. Simon ya pierde. Gana hoy Ehrlich. ¿Para siempre?
Buen post David. Según mi opinión,el Problema de la escasez de recursos no significa que no sigan abundando en la naturaleza sino en la creciente dispersión de esos recursos en el entorno. Este suceso caótico fuerza un mayor gasto de energía, a veces excesivo, para obtenerlos y para reciclarlos. Los economistas siempre han ignorado la segunda ley de la termodinámica y precisamente esta ley es la clave para entender la escasez en la abundancia.
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Entonces la sociedad se ajustará para extraerlos organizándose en pequeños núcleos y no en megacorporaciones con súpermáquinas. El problema de la famosa ley de TD es la imposibilidad de acotar un sistema como cerrado, aquí yo también apostaría contra el que sea capaz de encontrar uno.
A nunca puede ser igual a B, por mucho que se empeñen en escribirlo…
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