El otro día mi amigo Lluís Muñoz de GARRAD HASSAN me hacía reflexionar, durante una charla en el Colegio de Abogados, sobre el coste real de las alternativas energéticas. He recordado un paper que revisé para mi tesis doctoral (algún día la acabaré) hace un par de meses del investigador de Stanford Charles I. Jones “The costs of economic growth”.
El paper plantea un modelo basado en una función de utilidad muy sencillo, que intenta ponderar el efecto de las externalidades en el beneficio esperado. La gracia es que incorpora el concepto del riesgo de forma implacable: la pérdida de vidas humanas asociado al riesgo tecnológico. Dice Jones que el tradeoff entre riesgo y seguridad es, en realidad, una black box y que, en el fondo las tasas de crecimiento asociadas a la utilidad son como velocidades. Más velocidad, más riesgo: más crecimiento, más riesgo. El crecimiento cero, dice Jones, no tiene riesgo (consumo estacionario le llama).
Las conclusiones del estudio –un revival neoclásico- son curiosas; pero lo que más me hizo pensar fue la conclusión del estudio de la sensibilidad sobre los modelos matemáticos, verbalizada como: “When the value of life rises faster than consumption, economic growth leads to a disproportionate concern for safety”. ¿Dónde ponemos la raya? ¿Quién la pone? ¿Qué priorizo? ¿Me importa mucho lo que hacen los demás? Y entonces pienso en los ingenieros –liquidadores, les llaman- intentando enfriar el reactor de Fukushima con la mínima protección en turnos de 40 minutos. Y los de Chernobyl. Y los del K-19.
Postmodernidad a través de las matemáticas.
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